La percepción social dibuja una realidad distópica en la que los musulmanes se convierten en una amenaza demográfica
Europa tiene muchos problemas, pero el islam no es uno de ellos. Sí lo es la tentación de negar el sello de autenticidad europea a amplias capas de su población que hacen de esta religión una seña de identidad primera. Lo es, también, relegar a la marginalidad social y económica a la inmigración que proviene del viejo mundo colonial o de las guerras neocoloniales que hoy asolan buena parte del mundo islámico (Libia, Siria, Irak, Yemen, Afganistán) y en las que Europa se juega su futuro, aun cuando no parezca muy consciente de ello. Como lo es pedirles a todos los musulmanes que se posicionen cuando se producen atentados terroristas como el último de París contra el semanario Charlie Hebdo, que desvirtúan sobre todo al islam pero también a Europa. A todo ello hemos asistido en estos últimos años, creando un caldo de cultivo que hace del islam el chivo expiatorio de los muchos problemas de constitución que arrastra Europa.
En la Unión Europea hay en la actualidad cerca de veinte millones de musulmanes, lo cual supone el 3,9% de la población. Sin embargo, la percepción social dibuja una realidad distópica en la que los musulmanes se convierten en una amenaza demográfica: el diario británico The Guardian publicaba el pasado noviembre los datos de una encuesta que situaba a Francia a la cabeza de este despropósito (según la percepción de los encuestados, en el país habría un 31% de población musulmana, cuando la cifra real es del 8%), seguida de Bélgica (29% frente a 6%), Reino Unido (21%/5%), Italia (20%/4%) y España (16%/2%). Cegados por esta percepción, los europeos engendramos fantasmas que a su vez retroalimentan el terrorismo yihadista, tan hábil a la hora de crear utopías redentoras. Si Europa rechaza a sus hijos morenos, de nombre árabe, con barba e hiyab, los brazos abiertos de otro futuro, por imposible que parezca, les acoge. Hacer la yihad, real o virtual, se convierte en un acto de insumisión ante una Europa negadora. Esto, evidentemente, no es una justificación del terrorismo, sino una explicación.
El futuro no puede ser más sombrío. Un primer paso para prevenir la oleada de represalias antiislámicas que se avecina (en Francia ya están ardiendo mezquitas, en Suecia fueron atacadas tres la semana pasada, en Alemania más de 50 en el último año) es llamar a las cosas por su nombre. Pero a la clase política europea le sigue costando pronunciar el término «islamofobia». Es una forma de racismo y un fenómeno social, pero como tal tiene un fuerte componente político. A la islamofobia la alimenta la Europa parapetada tras los muros de la austeridad, que ha expulsado de su futuro laboral y educativo a varias generaciones de europeos. Para muchos, como siempre, la culpa es del «otro», el musulmán, el inmigrante. Pero a la islamofobia también la alimenta la disyuntiva creciente ante la que ya nos están colocando nuestros líderes: seguridad o libertad. Qué mejor triunfo para el terrorismo.
Luz Gómez García es profesora de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid.
Publicado en El Pais, Internacional.