Hay gente que piensa erróneamente que la creencia en un Ser Supremo como Creador y Sustentador del universo es una mera aspiración emocional, una superstición de los tiempos antiguos, irracional e ilógica y explotada por la ciencia moderna. Se cree que los científicos (físicos, biólogos y otros) han erigido una teoría que refuta y reemplaza la creencia tradicional en Dios. Tales ideas solo tienen una base muy superficial y son el resultado de la ignorancia o la indiferencia tanto de los fundamentos de la creencia religiosa como del alcance de las ciencias físicas. Es algo significativo en la historia del pensamiento que muy pocas personas se han ocupado intentando refutar la existencia de Dios.
Las proposiciones sobre el universo que se consideran antirreligiosos son casi todas agnósticas, no ateas, es decir, intentan ignorar la existencia de Dios en lugar de negarlo. Esto se aplica a ciertas proposiciones de la ciencia moderna, así como a las antiguas teorías no religiosas. El universo en el que vivimos comprende un sistema evidente de causas y efectos, de fenómenos y sus resultados, los cuales es posible discutir de manera indefinida y construir teorías sobre ellos dando una apariencia superficial de integridad. Sin embargo, esto se hace solo a costa de ignorar los fundamentos o afirmar que no se pueden conocer. Si buscáramos una declaración convincente basada en principios firmes de que la existencia de un Ser Supremo es imposible, no la encontraríamos.
La razón de esto es que la creencia en Dios es a la vez instintiva, racional, evidencial e intuitiva, y solo se mantiene la actitud no religiosa al rechazar de forma delibera el considerarla. Es instintiva porque el hombre tiene un sentimiento innato de su propia insuficiencia e impotencia, que lo acompaña desde la cuna hasta la tumba, un sentimiento acompañado por el deseo complementario de buscar refugio y apoyo en un ser que controle todas esas fuerzas ante las cuales se siente inadecuado. Percibimos este sentimiento como instintivo, aunque inmediatamente nos damos que también es evidente. La debilidad del hombre ante todas las innumerables influencias sobre las que no tiene control es un hecho tan obvio que no requiere discusión.
Lo que no es tan normal que no se entienda, por quienes tienen pretensiones de inteligencia, es que la creencia en Dios está totalmente respaldada por la razón y la lógica, los principios sobre los cuales se apoya toda inteligencia humana. Por ejemplo, es un requisito básico de la razón que un efecto no pueda existir sin una causa. Por mucho que presionemos nuestras facultades mentales, no podemos concebir racionalmente un efecto sin causa, y si por un momento quisieramos postular uno solo lo podríamos hacer dejando temporalmente nuestra razón en el cajón.
La razón nos lleva a la conclusión de que, al igual que los elementos que componen el universo son efectos de ciertas causas, el universo mismo debe ser el efecto de una causa, una causa que es más poderosa que el universo y que se encuentra fuera de este.
Los pensadores no religiosos tienen que ignorar el origen del universo y proponer una teoría en la que algo existe y tiene un principio pero sin causa conocida. Este postulado es, esencialmente, irracional y, por lo tanto, no científico, pero es una necesidad para aquellos pensadores que inconscientemente o deliberadamente han decidido no considerar los fundamentos. Dentro de estos encontramos incluso quienes proclaman abiertamente su negativa a discutir o admitir cualquier concepto metafísico. Sin embargo, este tipo de actitud solo se puede mantener abandonando la razón. La razón en sí misma nos guía inexorablemente a la conclusión de que hay una causa última, la Causa de las causas, más allá de este universo de tiempo, espacio y cambio; de hecho, un Ser Supremo.
Otro de los principios básicos de la razón es que la diversidad no puede existir sin una unidad fundamental. Cada vez que la mente humana se enfrenta a la diversidad, se pone a trabajar de inmediato para sintetizarla en unidades, luego sintetiza estas unidades en unidades más elevadas y así sucesivamente hasta que no pueda continuar. El resultado final de una consideración racional de la diversidad es llegar a una unidad de unidades, una Unidad Suprema, productora de todas las diversidades, pero en sí misma Una. Cualquiera que sea la razón fundamental que seleccionemos, si seguimos su curso, nos dirige inevitablemente a la misma meta: creer en Dios, el Ser Supremo.
Además de la conclusión a la que se llega a través de procesos puramente racionales, el hombre es llevado a la creencia en Dios mediante la observación y la experiencia. Una de las razones principales de la negativa del hombre a reconocer la existencia de Dios es la arrogancia intelectual producida por la apreciación de sus propios poderes de análisis y síntesis, de aprovechar las fuerzas físicas mediante su ingenio y de la construcción de máquinas complejas para hacer su trabajo por él. Pero este orgullo es causado por concentrar demasiada atención en las virtudes propias y cegarse ante los defectos, ¿qué son los mejores inventos mecánicos del hombre sino una imitación pobre y cruda de lo que ya existe en una forma infinitamente más fina en la naturaleza?
Al copiar de forma básica algunas de las funciones del ojo humano, el hombre ha podido desarrollar la cámara; pero ¿qué comparación tiene esta máquina, hecha de materiales sin vida, con la materia viva del ojo y con el refinamiento, brillo, claridad, flexibilidad y estabilidad de su visión, su conexión inmediata con la mente que tamiza y aprecia todo lo que ve, todo esto sin un sistema y controles complicados, y directamente bajo el control de la voluntad humana?
Si tomamos cualquier órgano del cuerpo y lo estudiamos -el corazón, el cerebro- se hará obvio de forma inmediata que está fuera del alcance de la capacidad del hombre concebir y diseñar tal instrumento.
Las imitaciones insignificantes del hombre se atribuyen a su gran astucia, arte e inteligencia. ¿Es entonces razonable, lógico o científico atribuir los instrumentos de la naturaleza, infinitamente más finos y más perfectos, a energías tan vagas y ciegas llamadas por nombres como la «fuerza vital» o «materia en evolución», y dejarlas sin describir ni explicar?
Si la lógica tiene alguna validez (y si no es así, deberíamos dejar de pensar y convertirnos en animales), la inteligencia que concibió y produjo innumerables formas tan delicados y asombrosas debe ser infinitamente superior a la inteligencia humana (incluso la inteligencia humana es una de estas) y debe tener el control de todos los materiales y el funcionamiento del universo. Tal inteligencia solo puede ser poseída por un Ser Supremo, el Creador, el Formador y el Sustentador de todas las cosas.
Si reflexionamos sobre nuestro lugar en el mundo, descubrimos que nosotros (y todos los demás seres) somos mantenidos en existenica por una combinación íntima de fuerzas y condiciones tan delicada que incluso una pequeña dislocación causaría nuestra destrucción total. Vivimos, por así decirlo, continuamente al borde de la aniquilación, y aún así estamos capacitados para continuar nuestras complejas existencias en inmunidad.
No podemos vivir, por ejemplo, sin descanso diario, tanto el cuerpo humano como la mente humana están construidos para necesitarlo. Este hecho en sí no es sorprendente, pero lo que sorprende es que el sistema solar colabora con nuestra fragilidad humana y nos proporciona un día y una noche exactamente adaptados a nuestras necesidades. El hombre no puede pretender haber obligado o persuadido al sistema solar para que lo haga como tampoco puede el sistema solar afirmar que ha modelado la energía física y mental humana para adaptarse a sus propios movimientos. Es evidente que tanto el hombre como el sistema solar están vinculados en una organización total en la que el hombre es el beneficiario; el organizador de estas inexplicables concordancias solo puede ser un Agente Supremo del universo y la humanidad.
El agua dulce es una condición necesaria de la existencia humana; es igualmente necesaria para aquellas plantas que producen alimentos básicos para el hombre, que a su vez dependen unos de otros. Si el agua de mar invadiera nuestros ríos y pozos o lloviera del cielo, ¿hay alguna duda de que todos acabaríamos muriendo de hambre y sed en un corto esapcio de tiempo y que el mundo entero se convertiría en un desierto vacío? Sin embargo, el agua de mar es retenida por una barrera invisible sobre la cual no tenemos control y el sol y las nubes cooperan para desalar el agua y darnos vida.
Este vínculo de interdependencia y concurrencia podría extenderse indefinidamente tomando ejemplos del mundo físico, y describirlos como «fortuitos» es solo ingnorar la cuestión; además es una contradicción en términos. Fortuidad es el nombre que de le da algo que no está incluido en ningún sistema o reglamento conocido, un suceso aparentemente sin sentido y al azar. Llamar fortuito a un sistema que es una organización equilibrada y cohesiva es obviamente contradictorio y falaz. Un «sistema fortuito» es, simplemente, un absurdo. Si observamos con atención, podemos ver que todo el universo es interdependiente e interconectado y, por lo tanto, no es fortuito sino planeado. Creer en Dios significa, precisamente, creer en un Planificador del universo.
Un elemento básico en la conciencia humana, un elemento suprarracional, es un sentido de valor y propósito con respecto a la vida. Incluso en los peores hombres este sentimiento les impide convertirse en bestias, y en los mejores de ellos domina toda su existencia. El sentido del bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, la belleza y la fealdad, la idoneidad y la inadecuación, la verdad y la falsedad es tal que, a pesar de estar continuamente atacado por los misiles del análisis constructivo, permanece intacto dentro de su fortaleza intuitiva.
En todos los tiempos y condiciones, el hombre no ha podido desprenderse de la idea de que detrás del efecto externo, cada acción posee una cualidad por la cual puede ser juzgada y clasificada en un escala de los valores finales. Además de la conciencia de la existencia de estos valores, existe la sensación de que el propósito de la vida del hombre es alcanzar aquellas cualidades que reflejan los más alto de estos, que no solo son excelentes en sí mismos y dignos de ser adquiridos, sino que deben ser adquiridos y que el hombre ha sido creado para adquirirlos. El sentido natural del propósito cualitativo, si se le permite desarrollarse libremente sin las ataduras del prejuicio agnóstico, lo lleva a la concepción de un bien absoluto y una verdad absoluta como último estándar de la existencia humana, y de ahí (puesto que una cualidad no puede existir excepto en un ser que está cualificado para ello) a un ser que es el poseedor y autor de estas cualidades, el Supremo Propósito.
La reivindicación decisiva de la existencia de Dios es evidencial. En varios momentos de la historia y en lugares muy distantes, ciertos hombres se han levantado y han proclamado que han sido inspirados por Dios para transmitir Su mensaje a la humanidad. Estos hombres no estaban locos; tenemos registros históricos de varios de ellos, incluyendo todo o parte del mensaje que insistieron en que fueron llamados a transmitir, y es obvio que eran hombres que eran intelectualmente y moralmente impresionantes.
No vinieron todos en un mismo momento por lo que de esta manera pudiéramos atribuirlos a una especie de moda histórica. Viniero en momentos diferentes y distantes a lo largo de la historia, generalmente en un momento de gran degeneración moral. Si examinamos su mensaje, encontramos que, aparte de las diferencias de expresión, atribuibles al medio en el que vivían, no solo tienen notables similitudes sino que son básicamente idénticos.
Lo que declaraban es que Dios había conversado con ellos de alguna manera inspiradora, y les había ordenado que proclamaran Su existencia como el Creador, el Mantenedor, el Controlador y el eventual Destructor del mundo, que describieran Su Misericordia y Justicia, y que advirtieran a la humanidad que solo recordándolo, adorándolo y siguiendo los principios morales y prácticos que Él ha establecido podrían alcanzar el éxito y la felicidad en esta vida y en la próxima.
El último de estos profetas fue Muhammad, en La Meca, quien declaró que no habría ningún profeta después de él, y es un hecho histórico demostrable que nadie ha podido establecer una pretensión de profecía desde entonces.
Aquellos que discuten o se niegan a discutir la existencia de Dios, invariablemente confían en argumentos racionales o antirracionales y rara vez, si alguna, consideran el factor evidencial. Los dos elementos básicos en el conocimiento humano son, en primer lugar, nuestras propias observaciones y conclusiones, y en segundo lugar, la evidencia de otros.
Entre las ramas del conocimiento, el conjunto de la historia, por ejemplo, y la mayoría de los conocimientos del hombre medio de la ciencia, solo se conocen a partir de la evidencia de otros, a menos que él mismo sea un especialista en el tema. Cuando los especialistas en una determinada rama del conocimiento afirman continuamente que cierta cosa es un hecho, se convierte en una necesidad para el resto de la humanidad, quienes no pueden adquirir este conocimiento directamente, aceptarlo como tal. En el campo de la inspiración directa de Dios y del conocimiento de Sus cualidades y obras, tenemos la evidencia repetida de personas en la historia que han afirmado su temor por Él y que han sido encargados de transmitir Su mensaje; no solo eso, sino que las realidades de la Realidad divina y espiritual descritas por estos profetas han sido corroboradas y confirmadas en diversos grados por las experiencias espirituales de un número incontable de sus seguidores hasta el día de hoy.
Estos corroboradores han sido los santos y místicos de las diversas comunidades. Esta evidencia continua y generalizada de la existencia de Dios, la evidencia central y original de los profetas, y la evidencia derivada y confirmadora de sus seguidores, todas basadas en modos de percepción directa e intuitiva de su Ser, no puede ser negada o ignorada por ninguna razón. Negarla o ignorarla es evidentemente ilógico y no científico, y está en contra de los principios básicos de la adquisición y difusión del conocimiento humano. Además de ser instintiva, intuitiva y lógica, la creencia en Dios tiene pruebas irrefutables para demostrar su veracidad.
Autor: Sh. Shahidullah Faridi
Fuente: masud.co.uk